En esta ocasión no vengo con una frase, pero sí con una reflexión muy importante
y significativa tras percatarme de casos en los que negarse no atender ni
escuchar la negativa acaba en tragedia o, al menos, en situaciones negativas.
Expongo los cinco casos que me ha llevado a escribir nuevamente. En primer
lugar, el caso más triste y notorio de la película “La sociedad de la nieve”,
película de J.A. Bayona que refleja la desgracia y la capacidad de superación de
un grupo de jóvenes ante un fatídico accidente aéreo. En la película llama
especialmente la atención el caso de Numa Turcatti, es el último de los
sobrevivientes del accidente y del alud en morir y, al parecer, el caso por el
que definitivamente se decide a realizar la prodigiosa, y casi increíble,
travesía con final feliz. Para mí no fue tanto por el hecho de que Bayona haya
tenido la sensibilidad de destacar a uno de los que fallecen en homenaje a
quienes no sobrevivieron (que, obviamente, es más que reconocible) sino por la
clara seguridad de que esa muerte no tuvo que ser. Por un hecho muy sencillo
pero determinante, porque, simplemente, ese joven no quería ir. Y, si bien, un
amigo no actúa con mala fe cuando insiste, respetar las decisiones ajenas,
independientemente de la buena voluntad, tendría que estar más que aceptado. Me
quedé perpleja cuando, leyendo el libro del que parte la película y con el mismo
nombre, descubro que uno de sus mejores amigos, Alfredo Delgado es, junto con
Gustavo Zerbino, quienes sienten, al subir al avión, un mal presagio. Escuchar al
corazón, la intuición, la voz que hay en el interior de un cuerpo, una mente, un
espíritu, es decir, en cada ser vivo, tendría también que estar más que aceptado
sin necesidad de una ciencia que lo ampare. Y más si hablamos de personas
religiosas, creyentes, quienes recurrieron una y mil veces a ese ser superior
que siempre nos acompaña, Dios, para que no les abandonase en tal circunstancia.
Y recuperando mis anteriores palabras, sí, la ciencia lo ampara, protege la
fuerza, el poder de la intuición. Cuando le preguntaron a Albert Einstein sobre
el origen de su genialidad, no dudó en responder: "Creo en la intuición y en la
inspiración. A veces siento que estoy en lo cierto aunque aún no sepa que lo
esté". Era mucho mejor confiar en esos instintos y probarlos más tarde que
descartarlos de plano, dijo al Saturday Evening Post en 1929. Atentos al año y a
la personalidad: 1929 ALBERT EINSTEIN. Creo que es el genio por excelencia del
planeta Tierra y de la historia de la humanidad.
Me produjo aún más desazón
descubrir otros datos: Turcatti fue por invitación e insistencia de dos de sus
mejores amigos, el segundo fue Alfredo Cibilis, quien decide en último momento
no ir por un examen y, para más inri, pide que no lo pongan en su conocimiento
porque sabe que no hubiese ido. Cuanto menos es injusto que el muchacho no lo
supiese y actuase en consecuencia bajo su criterio. Por cierto, curiosamente, y
siguiendo el guión de la película, Numa tiene el mismo argumento, los exámenes.
Pero no es atendida. De hecho, no se le escucha y se le chantajea
emocionalmente. Pacho Delgado le dice lo siguiente: “¿Quieres un buen argumento
para convencerte? Y quiero ir con vos”. Si tu mejor amigo te dice éso, ¿Cómo no
vas a ir? Pero al final va, sin ganas ni interés, sin conocer ni a un alma, sin
saber nada de rugby, con su deseo en sus exámenes y no en las mujeres que
presuntamente iban a conocer. Y muere. Los que sí querían ir están vivos, los
que se desvivieron para que él fuera, están vivos, el que intuyó que algo malo
pasaría al subir al avión, el que sí antepuso sus exámenes, están vivos. A favor
de los amigos (de quienes no hace falta decir, insisto, en que no actuaron con mal intención
y que, obviamente ésto no deja de ser una reflexión que me justifica el
escribir), cuando se tiene 20 años no se piensa, se hace, ni siquiera se
deshace, actuaron desde la ilusión y desde la magnífica, única y deliciosa
juventud.
El segundo y tercer caso van ligados. Porque tienen que ver con el
cumpleaños de una amiga con la que he perdido el contacto. En su cuarenta
cumpleaños, mi amiga Ana nos invita a un grupo a visitar calas de Almería a
bordo de un barco de un amigo de su tía. Yo no puedo ver un barco, me mareo sólo
de oírlo. Pero era una invitación especial. Así que echamos la mañana a bordo de
un lindo velero. Lo pasamos muy bien y ni me entero de que estoy flotando en el
mar. De vuelta al hotel, alguien decide repetir por la tarde porque había
sobrado gasolina. Y me niego, bastante que he salido bien parada de la primera,
no me arriesgo. ¡Vente, vente, cómo te vas a aquedar sola, vente, te vas a pegar
toda la tarde sola, vente, vente! Precisamente era lo que quería: pegarme la
tarde sola en la playa tomando el sol con un libro o mirando a quien pasase.
Pero no, me fui. Y ahí ya no tuvo compasión mi fobia a los barcos. Estuve
vomitando hasta el año siguiente. Y quien no se fue a la vuelta, al caer la
noche, a tomar cervezas, a pasear, a tomar un helado, una copa, a bailar, fui
yo. Parecía un desojo humano tumbada en la cama. Al día siguiente la anfitriona
vino a disculparse (cuando no tenía que hacerlo, quien tenía que disculparse era
yo conmigo misma por negarme mi voluntad), me dijo que entendió lo que había
pasad que ya había aprendido. Me explicó que cuando tuvo el accidente por el que
la tuvieron que intervenirle un hombro y parte del brazo, y del que ha perdido
fuerza y movilidad, fue en un viaje al que no quería ir, y más expresamente no
quiso ir a visitar un monumento: “Y yo noté que algo me decía que no fuese, como
te pasó a ti ayer, y no lo escuché”. “Ya sé que tengo que escucharme, que si
siento algo dentro de mí, tengo que prestarle atención”. A Ana le hizo falta
quedarse con medio brazo y yo sin salir, por una tremenda vomitera, para darnos
cuenta de que lo que yo percibo, la intuición, las corazonadas, se tiene que
escuchar. Sí o sí. Porque más vale argumentarlas a posterior que no hacerles
caso, como indicó sabiamente Albert Eisntein.
Cuarto caso. Y éste es muy, muy doloroso si te gusta la F1. La muerte de Ayrton
Senna. Hace unos días, el pasado 1 de mayo, se cumplieron 30 años de su triste
fallecimiento. Y estoy convencida que fue evitable si la F1, la FIA, hubiese
entendido y atendido el sentir de Senna. Con dos accidentes consecutivos, uno
con final trágico, e inmediatos a que se celebrase el Gran Premio de San Marino
de 1994, bien podía haber entendido el mensaje la dirección de la FIA. Por lo
visto lo de “no hay dos sin tres” sólo está en el refranero español. Ayrton
Senna se giró huyendo de las imágenes del mortal accidente de Roland
Ratzenberge. Si impactaba ver esa cabeza moviéndose sin dirección para cualquier
mortal, hagámonos una idea de cómo impactaría en un piloto profesional, y más
con la humildad y la fe devota de Ayrton Senna. Senna no quería competir, era lo
suficientemente inteligente intelectual y emocionalmente, algo en lo que su
religiosidad jugaba un papel fundamental, para intuir que no era conveniente
exponerse a una tercera tragedia, en este caso la suya. Senna sintió que podía
ser el siguiente. Y lo fue. Habló con la FIA, con sus compañeros, con
Ecclestone, pero primó el dinero, los patrocinadores, y no le escucharon. Y se
vio avocado a escoger entre abandonar, con las consecuencias que le supondría a
él y a su equipo o ponerse al volante. No tuvo tanta fuerza su sabiduría
espiritual, su corazón, su instinto, aquello que él mismo sentía cuando
aseguraba que veía a Dios al volante.
Quinto caso, nuevamente el cine, en este caso una escena. La película se llama Orígenes, de Mike Cahill, y cuenta la historia de un investigador especializado en la evolución del ojo que se encuentra con un caso extraordinario sobre el color de unos ojos concretos. Los ojos de su primer amor. La película da para escribir ríos de tinta sobre el tema que enfrenta pragmatismo y fe. Y ahí no entro, sólo me quedo en una escena que me impactó. El protagonista tiene un primer amor cuya principal característica es el extraordinario y hermosos color de sus ojos (y que es el hilo conductor del largo). Él se aferra a lo práctico, aquello que la ciencia no puede demostrar, no existe. Ella es espiritual, ella cree sin ciencia, sin pruebas. En una escena ambos quedan atrapados en un ascensor (sic) y él sube hasta la planta más próxima con un simple salto; ella se niega, tiene miedo, no quiere hacerlo. Él insiste, está convencido de que si él lo ha conseguido sólo, con su ayuda nada puede fallar. Ella obedece, aún con mucho miedo. La siguiente imagen es él gritando el nombre de su pareja (Sofi) con sus brazos extendidos y manos entrelazadas en el intento de ayudarla, cuando realmente sostiene medio cuerpo sin vida. Y su rostro queda petrificado, agarrada a su amor, en quien ella confió. Sofi tenía miedo, no creía que aquello fuese a salir bien, y él no la escuchó, e insistió. Ella, quien se fiaba de su instinto, pierde la vida frente al poder inequívoco de la ciencia, del pragmatismo, de que aquello que se demuestra tiene valor.
Sin embargo, no hago una lectura negativa, como puede aparentar, pues nos quedó algo muy importante,
nacieron leyendas. Mitos que nos llegan décadas después a nuestros días, y tal
vez su fuerza siga años tras año para recibir el mensaje que debieron y no
pudieron aprender, la fuerza de la intuición, la llamada del corazón, la
presencia de Dios. Su voz que, desde dentro de nuestro cuerpo, nos protege
siempre.
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